De verdad, no sé lo que me pasa; tengo claro que no se debe alterar el orden lógico de las cosas pues nada se consigue, pero a veces me olvido de todo esto y, como dice el refrán español, empiezo la casa por el tejado. Y eso es precisamente lo que hice el otro día: escribir sobre los días que estuve en Barichara, sin decir ni una palabra de cómo llegué hasta allí. Pero, siguiendo con el refranero español, como nunca es tarde si la dicha es buena, y en este caso la dicha es más que buena, ahí va mi relato del viaje.
Siempre me ha gustado viajar por carretera y ahora por Colombia, mucho más. Disfruto descubriendo a través de las ventanas esos paisajes nunca vistos que se van apareciendo sin avisar, como por arte de magia; soy feliz desviándome del camino para perderme entre las calles de ese lugar del que alguien me habló un día. Ya sabéis que hace unos días me fui a Barichara, uno de los pueblos más bonitos de este país a unos cuatrocientos kilómetros de Bogotá, en el Departamento de Santander y así fue el viaje.
Estoy feliz. Madrugamos y vemos amanecer por el camino. Todo va poco a poco despertando; nosotros, incluidos. Me pregunto cómo será de desesperante vivir siempre a oscuras. Rodamos y rodamos hasta llegar a la altura de unas altísimas montañas desde las que, según me cuenta Cuca, hace cientos de años los indígenas prefirieron saltar a modo de suicidio colectivo antes de morir y perder la honra a manos de los españoles. Triste historia. Probablemente yo hubiera hecho lo mismo.
Juan Luis conduce. A nuestra derecha dejamos la bella y apacible laguna de Fúquene. Dan ganas de tirarse de cabeza y cruzarla a nado. Ya no tenemos sueño pero sí mucha hambre, así que paramos para un reconfortante desayuno a base de almojábanas recién hechas, huevos pericos y tintos y de nuevo, en ruta, pasando por Chiquinquirá, famosa por su basílica y su estación de tren muy abandona y muy parisina. Recordamos a una jovencísima y pícara Brigitte Bardot cantando eso de “de Chiquinquirá yo vengo de pagar una promesa y ahora que estamos solitos dame un beso Teresa”. Abajo tenéis el vídeo.
El paisaje es un espectáculo: maizales, alisos, gigantescos robles, yarumos plateados, sietecueros nazarenos, acacias, guaduas y miles de árboles y de plantas más de las que no sé el nombre. De repente aparece el río Suárez. Dice Juan Luis que lo que le pasa es que ruge de nostalgia tras abandonar la sabana bogotana y emprender rumbo hacia el río Magdalena. Ya no nos dejará en todo nuestro camino. Llegamos a Barbosa, paraíso de la guayaba y el bocadillo –el de jamón serrano con el que sueño a diario no, ojalá, sino el típico colombiano hecho con esta fruta y queso-. Callejeamos hasta dar con la tienda donde venden las tradicionales arepas santanderianas, las que se hacen con maíz seco descascarado con ceniza, manteca de cerdo y aliñadas con cuajada o nata de leche, nada de margarina. Compramos para el desayuno. Me gusta viajar a este ritmo, lento, pausado, sin prisas
En la carretera nos cruzamos con varias mulas cargadas hasta arriba de caña de azúcar. Huele a panela. Apunto en mi inseparable libreta la visita a uno de los trapiches donde se elabora esta dulce delicia que, acompañada de limón, es remedio infalible para la gripe y que ya probé en Cali preparada por una adorable Marina. El río Suárez discurre ahora encajonado entre abruptas quebradas acompañado de caracolíes, ceibas y guayacanes anaranjados. De repente el paisaje se transforma; hemos llegado al bosque tropical seco y a Socorro, ciudad natal de Policarpa Salvarrieta, La Pola, heroína nacional. A lo lejos veo las cúpulas de la catedral construida a base de piedra. Hace mucho, mucho calor. Tras una pasada rápida por San Gil y su animada plaza de abastos, llegamos a Barichara, fin de viaje. Lo dicho; viajar por carretera sin prisa es una delicia, ¿coincidís conmigo?