A mí lo que de verdad me gusta cuando viajo es la gente; la que conozco, la que me cuenta historias, la que me escucha, la que me enseña a agradecer todo lo que tengo, con la que camino, cocino y juego y a la que cuando regreso a casa siempre echo de menos. Y la del Amazonas es una gente muy especial.
En este viaje he tenido la oportunidad de convivir con dos de las comunidades indígenas que se asientan en la ribera del río: San Juan del Socó y Mocagua. ¿Y qué me han enseñado? Muchas cosas: la hospitalidad y la sencillez con la que viven, la importancia que tiene para ellos la familia y la comunidad, el cuidado que le dan a sus mayores, el respeto a las tradiciones, la libertad con la que crecen sus hijos y sobre todo, que no hay que tener mucho para ser feliz.
En San Juan del Socó, modelo de desarrollo turístico responsable y controlado, pasamos el tiempo bañándonos en el río con los niños y con las sardinitas que saltaban y nos picoteaban por todos lados; saliendo a pescar con Junior y maravillándonos de la puntería que tiene esta gente con sus flechas; charlando con los vecinos; viéndoles jugar al fútbol, paseando; haciendo fotos; aprendiendo cómo se prepara la fariña a base de yuca y que los indígenas comen con todo y saboreando los exquisitos pescados que Doña Juliana nos cocinaba recién sacados del río como la palometa, la sabaleta, el cuyucuyu y el bagre. La gente allí vive tranquila y nosotros, con ellos; los niños juegan descalzos y corretean solos por todos lados; las casas nunca se cierran y sólo hay luz eléctrica unas cuantas horas por la noche.
En Mocagua, comunidad indígena de la etnia ticuna, pasé un día alojada en casa de Leo Vásquez, mi anfitrión, que siempre permanece abierta para cualquier vecino que quiera entrar, sentarse en una silla y ver algo en la tele. Por la tarde hicimos una excursión hasta Calanoa, un interesante y ejemplar proyecto liderado por Marlene y Diego Samper, reconocido artista colombiano, que busca contribuir a la conservación biológica y cultural de la zona. Los visitantes que llegan hasta allí pueden alojarse en las dos preciosas y cuidadas cabañas construidas y decoradas con materiales de la zona, realizar talleres, caminatas, visitar comunidades indígenas y un sin fin de actividades. En Calanoa trabaja D. Melquiades, chamán de la comunidad, quien compartió conmigo sus ancestrales remedios para todo tipo de enfermedades y males y me regaló un amuleto que, dice, me protegerá de todo.
Gracias a la gente del Amazonas por enseñarme tanto y hacerme tan feliz.
Podéis ver más fotos aquí.
Qué buena experiencia y que aprendizaje darse cuenta de cuánto nos complicamos la vida.
ResponderEliminarPescar, jugar, charlar, bañarse en el río, cocinar, caminar...¿para qué necesitamos el resto?. Yo me acabo de quedar sin agua en casa durante medio día y entré en pánico, pero qué estupidez la mía. Toya a seguir viajando, aprendiendo y compartiendo con nosotros para que vayamos creciendo día a día. Besos desde Argentina, Ángela.
Cuando estaba perdida del mundo en el Amazonas pensaba eso mismo, cómo entramos en pánico por estupideces como que nos cortan el agua, se va la luz o se rompe la lavadora, cuando hay millones de personas en el mundo que no tienen agua potable, ni luz y lavan la poca ropa que tienen como pueden. ¡¡¡ Y viven tan felices !!!
EliminarBesos
¡Que lindo!
ResponderEliminarMe dejaste sin palabras... pero con mucho para pensar.
Un abrazo muy grande.
Sí, es que esta gente tan sencilla y tan feliz en el fondo da mucho que pensar.
EliminarUn abrazo