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¿Cuántas personas caben en un Willys? Todas las que puedan poner su dedo gordo en el piso del carro. ¿Y cuánta gente ha llegado a subir al suyo? le pregunto a Fredy mientras Maite, Pep, Arturo y yo damos un delicioso paseo por los cafetales encaramados, y nunca mejor dicho, a esta fiera de las carreteras: Veintiseis -me dice-; aquí se acomoda a todo el que quiera subir. Fredy aprendió a conducir con 8 años, si 8 años; ahora tiene 33 y cuida como la niña de sus ojos a su Willys rojo modelo 56 que lleva el nombre de su hijo Juancho que por cierto, y siguiendo la tradición familiar, aprendió a manejar, como dicen aquí, con sólo 10 años.
Anécdotas de su Willys, Fredy tiene miles como cuando se lo llevó de trasteo hasta Ipiales, frontera con Ecuador, cargado con una cama, armario, menaje de cocina, sillas, mesas, dos niños, dos adultos y tres gallinas. ¿Qué cuanto tarde?, me dice, 8 días y 8 noches; fue tan cansado que no lo volvería a hacer en mi vida. Le pregunto a Fredy que es lo que más le gusta en el mundo y me contesta de seguido: los carros. ¿Y cuál es el mejor del mercado? El Willys, me dice, es lo máximo.
Pocos coches han resistido a tantos años y a tantas cargas como éste de pequeño tamaño, peso ligero, gran fuerza y tracción a las cuatro ruedas fabricado en Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial y que llegó a Colombia en los años cincuenta cuando el gobierno de Rojas Pinilla importó 1.000 de ellos para incentivar el desarrollo campesino. En el eje cafetero son todo un símbolo nacional y también se los conoce con el nombre de yipaos. Lo mismo sirven para transportar descomunales cargas de café -como los 25 sacos de 40 kilos cada uno que caben en el de Fredy-, arroz, plátanos, bombas de agua, abono, material de construcción o pasajeros.
Qué delicia pasear por estas veredas entre plantas de café, frijoles, lulos, bananos, granadillas, yucas, maracuyás y aguacates encima de uno de estos coches del que alguien alguna vez dijo que es fiel como un perro, ágil como una cabra y solidó como una mula.
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